El Divino se sentía solo y quería
hallarse acompañado. Entonces decidió crear unos seres que pudieran hacerle
compañía. Pero cierto día, estos seres encontraron la llave de la felicidad,
siguieron el camino hacia el Divino y se reabsorbieron a Él.
Dios se quedó triste, nuevamente
solo. Reflexionó. Pensó que había llegado el momento de crear al ser humano,
pero temió que éste pudiera descubrir la llave de la felicidad, encontrar el
camino hacia Él y volver a quedarse solo.
Siguió reflexionando y se preguntó
dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no diese con
ella. Tenía, desde luego, que esconderla en un lugar recóndito donde el hombre
no pudiese hallarla.
Primero pensó en ocultarla en el
fondo del mar; luego, en una caverna de los Himalayas; después, en un
remotísimo confín del espacio sideral. Pero no se sintió satisfecho con estos
lugares.
Pasó toda la noche en vela,
preguntándose cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad.
Pensó que el hombre terminaría
descendiendo a lo más abismal de los océanos y que allí la llave no estaría
segura.
Tampoco lo estaría en una gruta
de los Himalayas, porque antes o después hallaría esas tierras. Ni siquiera
estaría bien oculta en los vastos espacios siderales, porque un día el hombre
exploraría todo el universo.
“¿Dónde ocultarla?”, continuaba
preguntándose al amanecer. Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma
matutina, al Divino se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre
no buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo. Creó al ser
humano y en su interior colocó la llave de la felicidad.
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