Oh, María, que te apareciste a Bernardita
en la cavidad de la roca;
al frío y a las sombras del invierno
tú les trajiste el calor de tu presencia y el resplandor de
tu belleza.
Infunde la esperanza, renueva la confianza
en el vacío de
nuestras vidas, tantas veces sumidas en la sombra, y en el vacío de nuestro
mundo,
en el que el Mal hace valer su fuerza.
Tú, que eres la Inmaculada Concepción,
socórrenos, pues somos pecadores.
Danos humildad para la conversión y valor para la
penitencia.
Enséñanos a rezar por
todos los hombres.
Guíanos a la fuente de la verdadera vida.
Ayúdanos a caminar como peregrinos en el seno de la Iglesia.
Estimula en nosotros el hambre de la Eucaristía,
pan del caminante,
el Pan de Vida.
Oh, María, el Espíritu Santo hizo en ti maravillas:
Él, con su poder, te ha colocado junto al Padre,
en la gloria de tu Hijo, el Viviente.
Vuelve tu maternal mirada a nuestras
miserias del cuerpo y del espíritu.
Que tu presencia, como luz reconfortante, brille a nuestro
lado
en el trance de la muerte.
Queremos rezarte, oh, María, con sencillez de niños, como
Bernardita.
Que entremos, como ella en el espíritu de las
Bienaventuranzas;
así podremos, ya aquí abajo,
empezar a conocer las alegrías del Reino
y cantar contigo
tu Magníficat.
¡Gloria a Ti, Virgen María,
dichosa servidora del Señor,
Madre de Dios,
morada del Espíritu Santo!
Amén!